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El vicio positivista del Derecho ecuatoriano

Nuestra República sufre de un exceso de leyes y normas externas impuestas


El Ecuador, como ente político de derecho, como Estado, padece de un vicio imperdonable, de un problema que lo aqueja e impide su desarrollo. Este problema es su exceso de leyes escritas, de derecho positivo promulgado por la función legislativa y por los órganos con potestades normativas, así como por los operadores judiciales, escasamente entrenados para entender o definir el espíritu de la ley y aplicarlo a la luz de la justicia.


Ciertamente este vicio positivista no es singular ni mucho menos automático, es la consecuencia lógica de una tradición ajena a la naturaleza histórica y política del Ecuador. Es la imposición de modelos prácticos que no encuentran su origen en nuestro territorio o en la unidad política a la que este perteneció por varios siglos antes de la República. El vicio positivista ecuatoriano es un sistema importado, cuya imposición desvirtuó las instituciones orgánicas de la sociedad y las potestades jurídicas de los cuerpos medios que antaño mantenían orden y unidad en nuestro territorio y nuestra nación.


Este positivismo extranjero tiene varios orígenes claros, entre los que se puede apreciar una lectura errónea y forzada de la tradición civilista romana, la compilación de normas civiles del Código Civil napoleónico (con la destrucción de autonomías territoriales y étnicas que significo en Francia y en toda Europa), y la influencia del materialismo kantiano en las obras de Hans Kelsen y H. L. A. Hart.


También tuvo algunos vectores de infección meta política, entre los cuales encontramos esencialmente a la influencia de la Ilustración francesa en la España peninsular y su ultramar americana, y con ella la influencia del constitucionalismo francés y de los aportes jurídicos realizados en base a ella fuera de nuestro espacio cultural, que nos serían impuestos arbitrariamente por élites que remedaban sin analizar las reformas y cambios que se producían fuera de nuestro país, pensado que eran aplicables a nuestra realidad.


Evidentemente, ninguno de estos elementos es autóctono. Ninguno está adaptado a la realidad metafísica, la cultura y las circunstancias de nuestra gente y de nuestra tradición. Un derecho que es impuesto de fuentes externas y que no surge ni se acopla a las necesidades de las personas a quienes ordena, y para quienes es herramienta de justicia, no sirve como norma aplicable y pierde incluso su carácter pedagógico.


Y justamente, para compensar esas falencias, el Estado ecuatoriano –aparato de implantación ideológica del político de turno– llena e inunda de normas complejas e irrelevantes, mediante la propia función legislativa donde opera su mayoría partidista y sus funcionarios leales a quienes otorga potestades normativas. Estas normas impiden un ejercicio fluido de la administración pública, de la justicia y de la profesión jurídica.


Ante eso, los operadores de justicia y los administrados, atados de manos ante este exceso vulgar de derecho desnaturalizado de su tierra y de su gente, de sus costumbres y de sus usos, se ven obligados a aplicar ciegamente lo dispuesto por ley y reglamento, cayendo en los casos imposibles que menciona Neil MacCormick en su libro del Derecho como Hecho Institucional: “la situación de ser injusto por aplicar una norma, o de cometer una ilegalidad para que prevalezca la justicia”.


Y justamente esa es la gran paradoja del vicio positivista ecuatoriano, la de un sistema de justicia que olvida su valor moral esencial en su búsqueda excesiva de regular y normativizar cada uno de los aspectos de la existencia social e individual de sus ciudadanos y de sus instituciones, especialmente cuando estas son privadas y no responden a los intereses ideológicos del gobernante de turno.


Para coronar este caos jurídico, en su cúspide, se encuentra una Constitución mal llamada progresista, cuya extensión en contenido y articulado no representa su esencia como Norma Suprema, sino que positiviza un programa político bajo la forma de derecho con mayor jerarquía. La ideología como acto constitutivo y elemento emanador del ordenamiento jurídico. Esto no solo contradice la Teoría Pura del Derecho de Hans Kelsen –como siempre, mal aplicada–, sino que haría que el jurista austriaco se retuerza en su tumba.


Lo que sí se remeda con total éxito es el sistema jerárquico, ya de por sí retorcido en su intención, de Kelsen y Hart, haciendo que la Constitución ideologizada establezca una infinidad de derechos que luego deban ser institucionalizados mediante leyes orgánicas, estableciendo ministerios y secretarias. Para el ejercicio de esos derechos, se siguen estableciendo órganos y entes estatales que emplean con mucho nepotismo gente de confianza de las sucesivas autoridades, creando así un partido interno y un partido externo, al más puro estilo de 1984 de George Orwell.


Ese legalismo de origen ajeno y con características hiper-jerárquicas va tomándose la sociedad ecuatoriana, alienándola de su ser y de su identidad y lentamente convirtiéndolo en un Estado totalitario sin origen o fin, uno cuya única función es la de enriquecer a sus jerarcas y súbditos leales en persona, vicios e ideas.


Ahora bien, considerando que del diagnostico no solo se debe buscar una causa y una descripción, sino una cura para contrarrestar ese vicio positivista y recuperar los elementos jurídicos que potencia al ser y a la identidad de nuestro pueblo y de nuestra tierra. Esta es la implementación orgánica de cuerpos medios que recuperen sus potestades jurídicas y su lugar en un Estado verdaderamente orgánico, verdaderamente legítimo y autóctono, no una pálida copia de modelos cuyo existo es sencillamente irreplicable.


En sus Fantasías Patrióticas, el jurista germano, fiscal y procurador de Osnabruck, Justus Moser, describe a las instituciones orgánicas como “fruto de la voluntad de los ciudadanos, no del capricho de sus príncipes”. Y ciertamente esa era la realidad pre-independencia de nuestro país, uno donde la figura del monarca soberano era territorialmente lejana, y los habitantes se organizaban naturalmente en cabildos y en repúblicas –en el sentido clásico de la palabra– de indios y de españoles, en función de los elementos étnicos de la población.


Las familias, los gremios y las corporaciones también tenían su propia naturaleza jurídica como cuerpos medios, entre el sujeto individual y la Monarquía Universal, que era representada por virreyes y gobernadores, escogidos por su merito y la confianza personal que les era depositada del soberano. Las regiones y provincias, tanto peninsulares como americanas, contaban con sus cartas de derechos locales, conocidas como fueros, que se ajustaban a las particularidades de cada pueblo y cada territorio, permitiendo el desarrollo orgánico de instituciones concretas ligadas a esas gentes y tierras, como menciona el brillante jurista Alvaro d’Ors en su Forma de Gobierno y Legitimidad Familiar.


Erik von Kuehnelt-Leddih explica, asimismo, que este modelo no solo aplicó para la América Española, sino que tenía su origen en la propia Península Ibérica y sus territorios mediterráneos, así también como en el Sacro Imperio, donde incluso eran los cuerpos intermedios de las ciudades, los príncipes y duques –también en su sentido clásico, como líderes cívicos y militares– de cada uno de los territorios imperiales los que elegían al Sacro Emperador.


En la Monarquía Danubiana de los Habsburgo sucedería algo similar, donde las etnias y naciones leales al Emperador se disponían de sus propias instituciones y leyes y fueros locales, aplicándose la teoría de Alex Salter de la soberanía como un intercambio de derechos políticos de propiedad, donde incluso los representantes imperiales eran nativos y los cuerpos medios conservaban extensas potestades judiciales y legislativas.


De todos estos ejemplos, pocos archivos de tipo legal se conservan, en vista que la positivización de la norma no era necesaria al ser simplemente la adopción legitimada de las normas consuetudinaria de tipo local; y las autoridades y los cuerpos intermedios no ejercían sus potestades en virtud de una designación superior, sino por su propio prestigio como legitimidad de origen y su propia labor como legitimidad de ejercicio.


El exceso de normas positivas de origen estatal es un fenómeno reciente, y sus antecedentes no son análogos, al ser la compilación de usos y costumbres de tipo común como con el Código Civil o de opiniones y decisiones doctas para casos particulares en el Corpus Iuris Civilis aglomerado bajo disposición imperial de Justiniano I en el Imperio Romano de Oriente.


Y para malestar de nuestro país, esos ejemplos, más la influencia y las lecturas erróneas de expertos ajenos a nuestra realidad actual o histórica, terminaron de eliminar hasta hace muy poco los vestigios del derecho y de la potestad de los cuerpos medios (hay que recordar que antes de la Constitución de 2008, los alcaldes podían conocer y resolver solicitudes de habeas corpus), que permitían una construcción orgánica del Estado, en base a nuestro territorio y nuestra tradición nacional.


Queda como tema de discusión examinar entre la estabilidad de varios siglos con instituciones orgánicas bajo la forma de cuerpos medios empoderados para fungir potestades directas e inmediatas con la gente y la acumulación de normas escritas en potencial desuetudo –inspiradas en los programas políticos constitucionalizados y el vicio positivista que representa– para determinar cuál es el más útil, el más anclado a la realidad, para nuestra patria.


Fuentes:

Alvaro d’Ors, Forma de Gobierno y Legitimidad Familiar

Erik von Kuehnelt-Leddih, Latin America in Perspective

Alex Salter, Soberanía como intercambio de derechos políticos de propiedad

Hans Kelsen, Teoría Pura del Derecho

Neil MacCormick, Law as an Institutional Fact

Justus Moser, Fantasías Patrióticas

Juan de Mariana, Del Rey y la Institución Real

George Orwell, 1984

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